Evangelizar: una invitación a vivir en el amor y la diferencia | Por
Nicolás Panotto
Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor;
pero el mayor de ellos es el amor.
1 Corintios 13.13
pero el mayor de ellos es el amor.
1 Corintios 13.13
La evangelización es un tema complejo que despierta muchas
susceptibilidades. Y no es para menos. Por diversas razones se la ha definido
como imposición, proselitismo, como un tipo de discurso que debe aceptarse sin
cuestionamientos, como la adhesión a una iglesia o religión, entre otras cosas.
Sí, siempre se dice: “el evangelio es una forma de vivir, no una religión”.
Pero del dicho al hecho, hay un abismal trecho. Los dogmas, las formas
religiosas, las moralinas, pregonan por sobre la simpleza del sentido común y
la vivencia cotidiana de la fe. La historia muestra muchos ejemplos que
respaldan estas comprensiones, y la distorsión y daño que han traído en muchos
sentidos. Nada de buenas nuevas; pura muerte y malas noticias. Pero a veces
esos cuestionamientos, aunque totalmente veraces, nos pueden llevar a ser
reacios con el tema, sin profundizar en sus riquezas y valores.
Hay muchas resignificaciones que son necesarias hacer, ya que el
término “evangelizar” está viciado y cargado de sentido por su bagaje
histórico, tal como recién mencionamos. Es interesante notar que en el NT
encontramos 52 menciones de “dar o compartir las buenas nuevas”, mientras que
“evangelista” –un término que refiere más a una función institucionalizada-
aparece solo 3 veces. Como todo en la vida, parece que ciertos elementos se
tornan resistentes cuando se sedimentan y pierden la frescura del proceso o la
no definición estricta que conlleva el simple “compartir”, sin una forma única.
Defino compartir el evangelio como una invitación a vivir en el amor
fraterno. Esta enunciación trae consigo algunos replanteamientos.
Principalmente, el hecho de que el evangelio no es un cúmulo de credos sino un
nuevo estilo de vida. No implica la aceptación de una religión sino una nueva
manera de comprender la realidad y transitarla. Lo religioso es funcional a ese
nuevo estilo de vida, y no al revés. El evangelio es una invitación a amar al
prójimo; este punto de partida, y no otro –como puede ser la aceptación de una
moralina, de una práctica religiosa, del cumplimiento de prerrogativas
eclesiales-, es el marco a partir del cual se comprende la invitación a formar
parte de una comunidad eclesial. En otros términos, se invita para aprender a
amarnos juntos y juntas, no a ser un elemento más de la estructura eclesial.
Sólo en comunidad crecemos en el amor, y así en la fe.
En resumen: compartir las buenas nuevas es vivir en el amor al prójimo
según el ejemplo de Jesús, quien vivió en comunidad con sus discípulos y
discípulas, creciendo en el amor fraterno y la enseñanza. Por todo esto,
debemos aprender a ser simples a la hora de definir esta tarea: el evangelio es
la representación del amor pleno de Dios hacia el ser humano, y el compartir la
fe significa la inevitable carga de amar y compartir ese amor.
Ahora, la pregunta es: ¿sabemos amar? ¿Vivimos en el amor? ¿Es el amor
la columna medular de nuestra comunidad de fe? La poca claridad sobre este tema
ha influido negativamente en la comprensión de la evangelización: más que en
una práctica de amor al prójimo, ella se define desde un lugar de poder, desde
la creencia de ser poseedores de una Verdad que se debe transmitir, presentada
como un discurso cerrado o una práctica religiosa. Compartiendo este tema con una
amiga, me comentó de un graffiti cerca de su casa que dice así: “El amor no
tiene dueño. El amor no tiene sueño. El amor no tiene”. Por eso tenemos que
preguntarnos cosas muy básicas: ¿qué significa amar? ¿Es algo que poseo como un
objeto o es un proceso que debo vivir y descubrir con los demás?
Vayamos a Corintios 13, un conocido pasaje que refiere a estos temas.
El contexto de este escrito es el reconocimiento de la heterogeneidad de la
comunidad de Corinto, en la variedad de dones que todos y todas tenían. Al
parecer, existían competencias y conflictos sobre el desarrollo de estas
prácticas dentro del grupo. Por eso surge la pregunta: ¿cómo sobrellevamos esas
diferencias? La respuesta es clara: el amor.
¿Pero implica el amor terminar con esa heterogeneidad y su inherente
conflicto? Para nada. Por el contrario, significa sobrellevar y promover dicha
pluralidad. Por ello, una de las consecuencias de la falta de amor es el no
reconocer al otro en su diferencia. Existe una gran resistencia frente a lo que
se presenta distinto a nuestra cosmovisión, creencia, identidad y práctica. Lo
diverso da temor; por ello, se lo anula.
El pasaje muestra que el amor es aquella actitud que va más allá de
las formas específicas, de lo dado, de lo establecido, como son los dones en
sus formas concretas. Todo esto implica que el amor reconoce la imperfección.
¿Por qué? Porque no existe la perfección del lugar único, de nuestro espacio,
pensamiento, religión, posición moral. La imperfección es lo que nos atraviesa
y a su vez nos abre a la búsqueda de lo mejor, para nosotros/as y los demás, lo
cual representa un proceso inagotable. Posicionarse en la perfección es
encorsetar en un aura de poder mi particularidad.
No existe amor si no reconozco que necesito del otro y que el otro
necesita de mí. Necesito a los demás porque no soy Dios, no puedo con todo.
Este pasaje, en resumen, nos muestra que el amor es el reconocimiento de la
diferencia que nos atraviesa, que nos abre como sujetos, tanto a nosotros
mismos como hacia los demás.
Esta comprensión del amor nos quita del podio que muchas veces
construimos, desde donde creemos tener y predicar la verdad absoluta a la cual
el mundo debe rendirse. Por el contrario, como creyentes debemos reconocer más
que nadie la finitud de la humanidad –y con ello de sus creencias, posiciones,
pensamientos y lugares-, porque en ese reconocimiento se manifiesta el poder
del amor como vínculo y como camino que inscribe el proceso de todo lo
existente.
El amor y la esperanza van de la mano. En la Biblia, la esperanza no
tiene que ver con un sentimiento romántico, como a veces creemos, sino que es
un término teológico muy importante y denso en sentido. Es reconocer que la
historia se basa en Dios y como tal se encuentra abierta a su acción. Lo que vemos
ahora no es único ni absoluto; es algo muy distinto a lo que viviremos en un
futuro (que tampoco conocemos) Por ello, amar en la esperanza significa
cuestionar el egoísmo, el poder y el orgullo que cercenan formas distintas de
sentir, de ser, de ver, tras la promoción de una verdad absoluta
incuestionable. Vivimos en la esperanza de que todo puede cambiar y ser
distinto. El amor reconoce la belleza y el poder de la diferencia ya que es en
ella donde se manifiesta su riqueza multifacética. Por ende, nadie puede
adueñarse de un lugar único, tanto para sí mismo como para los demás.
Amar en la esperanza es creer que todo tiene un proceso, que nosotros
mismos estamos en proceso y debemos vivir en constante cambio. Amar en la
esperanza es abrirnos a que los demás también se encuentran en proceso, en que
pueden ser distintos y desde ese deseo alcanzar lo que anhelan. Eso nos quita
del juicio y de apoderarnos del prójimo, para entregarnos a la tarea de abrir
caminos de reconocimiento e inclusión. Amar en la esperanza implica reconocer
que nosotros y nosotras necesitamos caminar con los demás en el descubrimiento
de lo que viene, y que por eso carecemos de una verdad que sobrepasa al otro/a,
que nos ubica en un lugar de poder y superioridad.
Compartir el evangelio significa amar e invitar a aprender a amar, no
enseñar credos. En este sentido, el amor no es un medio, sino un fin en sí
mismo. Es reconocer nuestra imperfección y necesidad de los demás. Así, la
evangelización no es una invitación para que el otro/a aprehenda mi creencia
porque ella es en sí única y perfecta, sino que es la demostración del deseo de
que más personas se sumen en el camino en que nos encontramos todos y todas
como seres humanos, donde necesitamos aprender a amar juntos, en comunidad, en sus
múltiples formas.
En otras palabras, evangelizar es reconocer que necesitamos del
otro/a. Es, en definitiva, invitar a vivir en esperanza, comprendiendo que las
cosas pueden ser distintas de lo que son, así como nosotros/as mismos/as. Que
las personas no son objetos receptores de un mensaje sino sujetos que viven
opciones e historias, y por ende “están en camino”, así como nosotros y
nosotras.
Nicolás Panotto es Director general del Grupo de Estudios Multidisciplinarios sobre Religión e Incidencia Pública (GEMRIP) Licenciado en Teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Doctorando en Ciencias Sociales y Maestrando en Antropología Social por FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.
Tomado de: http://www.elblogdebernabe.com/2012/08/evangelizar-una-invitacion-vivir-en-el.html
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