jueves, 31 de julio de 2008

¿La predicación como fomento de la culpabilidad?

La predicación cristiana incluye, lo sabemos, la denuncia del pecado y la llamada al arrepentimiento como elementos que la constituyen. Pero más allá de la provechosa necesidad de esta característica, es de lamentar que haya degenerado, muy a la sazón posmoderna, en señalamiento inquisidor de la vida privada de los creyentes; una especie de ¨fiscalización sagrada¨ a la que no se le escapa casi nada: exigencia de una vida sexual ¨pura¨ (léase aquí incluso la masturbación, los pensamientos y miradas ¨impuras¨, hasta llegar aún a las prácticas sexuales calificadas como indecorosas entre esposos), del cumplimiento de las responsabilidades cristianas (sobretodo eclesiales) y de santidad en las relaciones interpersonales —aunque con un evidente sesgo personalista de la ética. En fin, una lista nada breve de deberes que, de ser cumplidos aseguran la felicidad del creyente, la experiencia de vida abundante de la que habla el evangelio…o al menos eso es lo que se promete.

Sin embargo, el énfasis en la observancia de estos deberes que, según se dice, demuestran la espiritualidad y crecimiento en la fe, no hace sino poner una pesada carga moral sobre los miembros de la iglesia que, a su vez, puede conducir, como de hecho sucede, a desarrollar profundos sentimientos de culpa cada vez se quebranten alguno de los preceptos mencionados y se incurra así en pecado. Ante todo esto resulta válido preguntarnos si la situación tal y como se presenta obedece a lo que llamamos el espíritu del Evangelio, y debo decir sin rodeos que bajo un tipo de predicación como el expuesto, subyace una determinada visión de Dios y del Evangelio que lo condicionan y lo moldean. Así por ejemplo, una concepción de Dios semejante a la de Anselmo de Canterbury que podemos sintetizar así: "Es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena; es decir, por el pecado ha sido ofendido, violado y robado el honor de Dios…La satisfacción no puede darla el hombre pecador…Sin embargo, la satisfacción es necesaria para que se cumpla el designio de Dios sobre el hombre…Sólo Dios puede satisfacer una ofensa hecha al mismo Dios…(la satisfacción) ha de darla necesariamente un hombre Dios. De ahí la necesaria encarnación de Cristo y su muerte en cruz para conseguir la salvación de la humanidad". Aquí la evidente deformación de Dios en un supremo ser que necesita de la sangre y el sufrimiento para aplacar su ira santa por el pecado de los seres humanos. E. Fromm por su parte, señalaba con acierto que ¨los pensamientos son motivados por las necesidades subjetivas y los intereses de las personas que los piensa” y en ese sentido califica a la doctrina de Lutero como sumisión, uno de los mecanismos de defensa a través de los cuales se huye de la libertad positiva debido a la soledad e inseguridad para el yo que la misma libertad genera; advirtiendo que en realidad Lutero se sentía ¨penetrado por un sentimiento de impotencia y de pecado¨, que posteriormente lo llevaron a formular su doctrina de la depravación humana la cual señala que sólo ¨si el hombre se humilla a sí mismo y destruye su voluntad y orgullo individuales podrá descender sobre él la gracia de Dios¨. Difícilmente podremos negar que muchos sermones remiten a una deidad semejante que, cual si fuera un obsesivo fiscal cósmico está pendiente del más mínimo error de sus criaturas para reprenderlas por ofender su santidad, o de un evangelio que pregona una espiritualidad en sentido ascético, en cuya base se halla una concepción dualista del ser humano, que identifica a lo humano —obviamente de naturaleza depravada—con lo material y a ¨lo divino¨ con lo inmaterial. No obstante creo, como sostiene J.M. Castillo, que ¨el Evangelio no entra en conflicto con lo auténticamente humano, sino con lo inhumano que hay en nosotros¨ y creo también en un Dios que ¨no quiere que sus hijos sufran y si hay sufrimiento es porque toda forma de vida terrena es limitada y esa limitación lleva consigo el enfermar, el envejecer y el morir… desde el mensaje de amor del Evangelio, el único sufrimiento que Dios quiere es el que resulta de la lucha contra el sufrimiento. Jesús sufrió porque se puso de parte de todas las víctimas del sufrimiento humano¨. Los sermones inspirados en concepciones erróneas y deformadas de Dios y el Evangelio no sólo no liberan sino que oprimen, asfixian y producen sentimientos de culpa en los oyentes, en virtud de la importancia que le asignan como palabra de Dios expresada en el marco litúrgico.

Albert Ellis, uno de los más reconocidos psicoterapeutas y creador de la TREC señalaba que existen ideas ¨irracionales¨ que conduce a las personas a la ineficacia para afrontar problemas de la vida cotidiana y aún a la enfermedad mental, esto se daba porque, según creía, la conducta está determinada por cómo pensamos y si nuestros pensamientos son inadecuados actuaremos inadecuadamente también. En ese sentido, el sentimiento de culpa, sin duda un pensamiento inadecuado, provoca en las personas que lo padecen una serie de síntomas psíquicos y aún somáticos: angustia, impotencia, baja autoestima, sentimientos de auto ineficacia (por no vivir en santidad), dependencia (¿apego excesivo al predicador o pastor?), pensamientos pesimistas y catastrofistas ante la vida, rasgos de personalidad obsesivo compulsivos (rigidez mental, rechazo y aún actitud autoritaria y violenta frente a cuestionamientos a sus puntos de vista y supuestos básicos; estricto cumplimiento de normas y reglas) y paranoides (¿¨el diablo nos acecha a cada paso, cada día¨?).

Esforcémonos por erradicar de nuestros púlpitos tan nociva influencia y rescatemos la proclamación de un Evangelio del amor y de la justicia con la que anticipemos el Reino, un mensaje que libere, acoja y brinde esperanza.
Richard Guadalupe H.
Estudiante de Psicología de la Universidad Alas Peruanas
Miembro de la Iglesia Evangélica Peruana