sábado, 30 de agosto de 2008

¡El problema es el pecado!


De esto no me cabe ninguna duda: "¡El problema es el pecado!" Los cristianos evangélicos por generaciones hemos afirmado con las Escrituras en la mano que el origen de las diferencias entre lo que queremos ser y lo que realmente somos es el pecado. La gran barrera que detiene e impide que este mundo disfrute de las bendiciones de las promesas de Dios a su plenitud, es el pecado. Y lo hemos llegado a decir de tal manera que las personas que nos rodean y que no son evangélicas están convencidas de la certeza de nuestro diagnóstico. Sin embargo, curiosamente, de esto no se deduce que estas mismas personas muestren arrepentimiento y cambio de vida.

Yo creo que esto es porque hemos banalizado al pecado. Le hemos hecho perder su sentido desestructurante y amenazador del propósito de Dios para su Creación y lo hemos convertido en un amago de moralismo individualista o en una caricatura de comportamientos estereotipados y selectivos contra los cuales los evangélicos nos oponemos tajantemente, especialmente en la esfera de la micro-ética.

Desde esta perspectiva no sorprende que la gente "no creyente" descubra rápidamente que hay algo que "no funciona" en la predicación evangélica. La Iglesia se preocupa por la falta de resultados, es decir la falta de conversiones, que sucede en las congregaciones locales e imaginan que la respuesta está en diseñar nuevas técnicas y estrategias de evangelización mucho más refinadas, sorprendentes y sofisticadas.

En mi opinión, de esta manera seguimos tocando sólo la superficie del problema: el problema en este caso no es el envoltorio de nuestros "métodos evangelísticos", ni tampoco lo es el que -por una cuestión de estrategia- se enfatice cada vez menos la dimensión pecaminosa de "este mundo malo" desde el púlpito cristiano. Nuestro problema es un problema de cosmovisión, de amplitud o estrechez de lo qué entendemos por pecado.

Si el pecado queda reducido a todo aquello (especialmente lo nuevo) que cuestiona y pretende alterar los moldes de nuestra cultura evangélica o a aquello que desafía a que repensemos nuestras prácticas tradicionales en materia de nuestras relaciones con el mundo, entonces, nuestra lucha contra el pecado es en realidad una lucha por la supervivencia de nuestra comunidad, de nuestros valores y de nuestros intereses. Finalmente es una lucha por la preeminencia de nuestra posición social y por la defensa de la institucionalidad de la Iglesia Evangélica, más que un celo por la gloria de Dios. ¡Y la gente nota la diferencia!

En los tiempos antiguos una forma de desmerecer la autoridad de un profeta de Dios era señalar que éste "tenía demonio" o que estaba poseido por algún espíritu inmundo. El propio Señor Jesús recibió esta acusación de parte de los fariseos. (Mt. 12:22-32) Hoy día hacemos algo similar con las ideas o las personas que nos desafían a profundizar nuestra fe, nuestro compromiso misionero o nuestro servicio al mundo. Muchas veces, estas personas son estigmatizados como los "herejes", los disidentes, los extraños, las ovejas descarriadas, aquellos que se salen de la norma y entonces hay que advertir al resto de la manada acerca de sus posibles dudosas intenciones.

Muchas veces lo que buscamos con este comportamiento "de protección de la grey"es, en última instancia, la defensa de nuestra posición en la institución, nuestro poder o quizás nuestro sueldo, y cuando esto se hace evidente entre las personas no creyentes somos calificados justamente como hipócritas. Esta hipocresía es expresión de un clima estructural de pecado alrededor nuestro que impide que las relaciones se den de manera saludable en una congregación o ministerio cristiano. Esta falta de amor es lo que detiene el avance del Evangelio, lo que mina nuestro testimonio y lo que finalmente, nos excluye de mejores resultados de transformación.

El pecado que nos asedia tiene su origen en nuestras propias ambiciones y deseos alienados de Dios, los cuales se van extendiendo como una telaraña que incluye relaciones de poder pecaminosas, sub-culturas impregnadas de pecado y sociedades que han hecho de la pecaminosidad un estilo de vida nacional. Llegamos a vivir en medio de colectividades que irrespetan la vida, que no defienden ni protegen al niño, ni al pobre ni a la viuda, participamos de culturas que proponen la evasión de la responsabilidad y la ley del mínmo esfuerzo en todas sus expresiones; todo esto, efectivamente, es una evidencia real del pecado en el mundo.

¿Podrá alguna vez el púlpito evangélico entender el pecado en todas estas dimensiones? Adicionalmnete a esto, ¿Será posible observar una iglesia que no quiera ser neutral y que tome partido al no legitimar liderazgos ni programas que estén impregnados de la ética pecaminosa y de los vicios de la cultura mundana de turno? Y finalmente, ¿Seremos suficientemente valientes los evangélicos para arrepentirnos y cambiar de actitud y conducta en nuestros propios espacios congregacionales que han estado imitando la ideología y la hipocresía del mundo?

Quiera Dios que así sea, pues entonces las personas que no son creyentes en Jesucristo creerán cuando vean menos acusaciones, menos violencia de unos contra otros en la comunidad cristiana, cuando seamos capaces de reconocer nuestras propias fallas, cuando nos mostremos menos perfectos y más humanos, porque entonces el poder de transformación de las comunidades cristianas no dependerá de nuestro esfuerzo, moralismo o persecución de los disidentes sino que será el trabajo silencioso pero efectivo de Dios, por medio de su Espíritu Santo, moldeando a su Iglesia como al barro lo hace el Alfarero.

lunes, 25 de agosto de 2008

¿HACEMOS PRESENTE EL REINO DE DIOS?

Jesús enfrentó en su momento a la concepción judía de Israel, que esperaba al Mesías con una mentalidad “mágica”, la idea de la instauración del Reino de Dios, era pensada, que sería precedida de fenómenos ambientales y catástrofes naturales, que acabaría con el todopoderoso Imperio romano, para que como pueblo judío elegido, disfruten de un glorioso futuro político y espiritual. La mayoría de personas eran incapaces de reconocer el cambio que Jesús realizaba, en la vida concreta y cotidiana, cambio discreto, pero significativo, que le permitía a cada ser humano y a cada comunidad enfrentar sus opciones vitales.

Es así como Jesús utiliza las parábolas, un recurso literario que le permitirá anunciar y presentar el proyecto del Reino de Dios en su contenido más profundo. Para ello se debe tener en cuenta que se pronuncian en un contexto polémico, incluso en un contexto de enfrentamiento (de Jesús con los dirigentes judíos, pero se redactaron años después cuando ese enfrentamiento ya no existía o existía de manera muy distinta). Por eso, para entender el mensaje de las parábolas, es decisivo tener presente, que responde a una situación de conflicto.

Las parábolas no son - al menos en primera intención - obras de arte, no quieren tampoco inculcar principios generales, sino que cada una de ellas fue pronunciada en una situación concreta de la vida de Jesús, en una coyuntura única a menudo imprevista. Además se trata de situaciones de Lucha, de justificación, de defensa, ataque, incluso desafío. Las parábolas son en gran parte - armas de combate.[1]

El capítulo cuatro del evangelio de Marcos (así como en los sinópticos), presenta la primera enseñaza de Jesús en parábolas, como todo un acontecimiento y lo inicia con la parábola del sembrador, seguida de otras dos parábolas; a las que los estudiosos han catalogado como parábolas del Reino, de los inicios, de contraste. Nos detendremos en la primera de ellas, donde se observa la temática abordada en los siguientes aspectos:

1. Cambia de lugar de enseñanza: Jesús “sale” de la sinagoga, local cerrado, como lugar habitual de enseñanza y se ubica en las orillas del mar, en el espacio abierto. Frente a la multitud proclama su enseñanza, de modo que todos estén en condiciones de escuchar y entender.

2. Transforma al oyente en protagonista: No se puede ser un oyente neutral, Ya que enfatiza la acción de “Oír” (Mc. 4,3 y 9) hay una exigencia a escuchar de manera inteligente y activa.

3. Anuncia el comienzo del Reinado de Dios: En la parábola del sembrador se subraya el tema de la siembra y la semilla.
Se nos describe ampliamente la siembra, tres partes de la semilla sembrada no llegan a buen término, son procesos truncos. Aparentemente el sembrador no disfrutaría de la cosecha. Casi todo se ha echado a perder.
Pero al final, cambia todo el panorama, se presenta un giro inesperado sobre el cual recae toda la fuerza significativa. ¡La última semilla que cae en buena tierra que finalmente produce! Por eso se le denomina una parábola de contraste, porque contrapone el principio y final.

Así, el Reinado de Dios viene a escondidas, es imperceptible y a pesar del aparente fracaso del sembrador, la semilla crece se desarrolla en un proceso, que da finalmente da fruto,
Por la parábola del sembrador (además de de la semilla que crece sola y de la mostaza), se comprende por qué para Marcos, el anuncio de que está llegando el Reino de Dios es una buena noticia. Y lo es a pesar del aparente fracaso que experimentaba la actuación de Jesús. Un fracaso que también experimenta la predicación en el contexto marcano (más de treinta años después). En ese sentido, el propósito de la parábola es consolar a la comunidad ante el poco éxito en la misión. Por ello, es una de las parábolas que fomenta más bien una mirada esperanzadora en relación al Reino de Dios.

Por otro lado, refleja la tensión entre el “ya” y el “todavía no” del Reino de Dios, no es la llegada del Reino inminente, sino del comienzo del Reinado de Dios que se implantará progresivamente en la historia. Donde la humanidad avanza gradualmente hacia un futuro mejor, en medios de contradicciones, hasta lograr su plenitud.
Aunque gran parte del trabajo parezca estéril e ineficaz a los ojos humanos, aunque en apariencia suceda fracaso. La hora de Dios viene y con ella la bendición de una cosecha que supera todas las expectativas, Dios hace aparecer un final magnifico e inesperado de unos comienzos desconsoladores.

Como nos desafía ahora

La buena noticia que Jesús proclama es el anuncio de la cercanía del “Reinado de Dios”, es algo que el oyente puede, desde ya, disfrutar. Considerando desde el punto de vista que este Reinado es la acción de Dios sobre el hombre y el Reino de Dios como la consecuencia de esta acción divina. Entonces, es así como se van dando dos aspectos de la nueva realidad: el cambio personal (aspecto individual) y el cambio de las relaciones humanas (aspecto social). Es decir, no habrá nueva sociedad, sino existe un hombre nuevo. Dios renueva y potencia al hombre comunicándole su propia vida (el espíritu); dotado de ella, es tarea y responsabilidad del hombre participar en la creación de una sociedad verdaderamente humana.


El Reino de Dios representa, pues, la alternativa a la sociedad injusta, proclama la esperanza de una vida nueva, afirma la posibilidad de cambio, formula la utopía. Por eso, constituye la mejor noticia que se puede anunciar a la humanidad y a partir de Jesús, la oferta permanece de Dios a los hombres, que espera de ellos respuesta. Su realización es siempre posible “[2]
La conexión con el Reino de Dios no se agota en la persona histórica de Jesús de Nazaret. Se extiende a los testigos de todos los tiempos, y a los proyectos de liberación tendientes a la construcción de un mundo más humano. Sin este Reinado de Dios, el Cristianismo pierde sentido y trascendencia, cuando mas bien debería continuar con realización de este proyecto que ofrece esperanza e impregnar todos los ámbitos de la vida, se preocupa más en practicar religiosidad. Si para Jesús el anuncio del Reinado de Dios fue el centro de su ministerio, también lo debe ser para nosotros, probablemente no se comprende en todas sus dimensiones, más que como una concepción escatológica, para otros, un término intemporal y ahistórico, por cuestiones doctrinales, en fin, diversas razones deben haber; pero empecemos la tarea por “re-descubrirlo”, “re-conocerlo”. De esta manera abrazar el compromiso de hacerlo presente, aununciando la esperanza en medio de tiempos difíciles.

[1] Jeremías, Joacim, Interpretación de las parábolas; Editorial Verbo Divino; España; 1971; p.14
[2] Pelaez, Jesús; Jesús y el Reino de Dios; Ediciones El Almendro, Córdoba; España; 1995; p. 261