A propósito de las noticias que nos hacen ver la
corrupción, vía televisión, la Iglesia está planteando tratar el tema como un
asunto de terceros; es decir, esto sería un fenómeno que ocurriría bajo la
instigación de una clase política profesionalmente corrupta.
Nos hemos creído la historia de que la Iglesia es
ajena a las lógicas de corrupción. Nos hemos sentido dueños de una calidad
moral que los evangélicos no tenemos, pero que nos conviene hacer creer que
tenemos. Para ponernos en la posición de jueces y para procurar constituirnos
en alternativa de moralización en la mente de las personas.
La corrupción no es un fenómeno asociado sólo a la
clase política profesional en el Perú. Sí bien es cierto que corrupción, abuso
de poder e ideologías que fortalecen los espacios de poder, van juntas.
Hasta hace no mucho tiempo nos quisieron hacer
creer que la corrupción estaba vinculada a procesos anómicos en el Perú, a la
ausencia de claridad de las diferencias entre lo bueno y lo malo. Incluso se le
asoció al hecho que la corrupción abunda en procesos derivados de la presencia
de la informalidad y hasta por el auge de la cultura popular. El día de hoy, la
realidad nos muestra que corrupción y formalidad se llevan muy bien y que corrupción
y legalidad van de la mano en el Perú.
Estamos hablando entonces de una realidad sistémica
donde el trabajo de los ciudadanos se vincula con procesos de
corrupción, no cómo defecto, sino como norma del funcionamiento
del propio sistema. En estos espacios se cumple la
hipótesis que dice que cuanto más grande sea el tamaño del espacio de
trabajo: económico, político o religioso, más grande será el nivel de
corrupción que circule al interior de los pasillos de dichas instituciones.
¿Por qué se produce el fenómeno de la normalización
de la corrupción al interior de las instituciones sociales en el país (incluida
las iglesias)?
1.
Por una pérdida de relevancia y de valor de la
cosa pública. Este es el punto de inicio de la crisis de la política y de
nuestras instituciones. Está relacionado con el hecho de asociar lo público con
lo masivo, con lo no exclusivo, con aquello que pertenece a una ciudadanía a la
cual consideramos inferior, como consecuencia de prejuicios racistas y como
parte de la evidencia que no hemos superado la lógica de la matriz colonial que
genera ciudadanías incompletas o inconclusas
que impiden que todos los peruanos y peruanas seamos capaces de mirarnos
a los ojos con el mismo valor.
2.
Siendo así, el mundo de lo político o lo público
es visto como el parque de nuestro barrio donde nos sentimos libres de
ensuciar, arrancar las plantas y malograr las bancas. Mientras que, esas mismas
personas que proceden así, cuidan su espacio privado: su casa, el ornato de su
vivienda y el jardín que puedan tener en dicho hogar. Con mucha facilidad
transitamos de la lógica del depredador a la del cuidador (y viceversa) en
segundos.
3.
El territorio de lo público queda así convertido
en “tierra de nadie”. Un espacio que siendo de todos, termina siendo vacío y
queda en manos de operadores astutos que -como si fueran los “coyotes” de la
frontera méxico-norteamericana- te ofrecen la habilidad de ayudarte a transitar
por ese territorio y llevarte a salvo al otro lado. Es lógico que en un
contexto como éste, se creen procedimientos no autorizados y se emplee maneras
poco convencionales para alcanzar sus objetivos, entre estos se incluyen los
procedimientos de corrupción.
4.
De esta manera, la corrupción queda
“normalizada” dentro de la lógica misma del ejercicio del poder. Más allá de
esto, la ciudadanía actúa con doble moral frente a este hecho: por un lado,
ésta admira a los corruptos por sus habilidades para hacer las cosas con esos
márgenes de “libertad” en el ejercicio de la gestión. De otro lado, la misma
ciudadanía cuestiona el que los mecanismos de la corrupción sean evidenciados,
la mayoría de veces vía la televisión o las redes sociales. Cuando la gestión
pública queda afectada por el escándalo, recibe un golpe tan duro que la
autoridad queda desautorizada, debilitada y expuesta.
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