Juan 1:1-14
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
La Biblia como Palabra de Dios es categórica: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Rom. 10:17). La iniciativa de Dios es comunicarse, entrar en relación con la humanidad. La fe, en este contexto, es nuestra primera respuesta, un tanto intuitiva, un poco en proceso de formación, por medio de la cual respondemos a esa iniciativa. Y la fe se ve alimentada por escuchar (y por leer) la Palabra de Dios.
Sin embargo los evangélicos hemos presentado dos extremos en nuestra actitud hacia las Escrituras. Por un lado, algunos han desarrollado una actitud mágico-religiosa hacia el texto, como si el libro en sí mismo, el mensaje del texto letra por letra y palabra por palabra fuera el sentido de la inspiración de las Escrituras. Esto ha producido un sinnúmero de teologías y prácticas fundamentalistas que no le hacen honor al texto. Por el otro lado, otros han desistido de la centralidad de las Escrituras en su vida personal y en la liturgia dentro del culto. Es como si la Biblia hubiera perdido relevancia en la vida de la Iglesia y ésta tuviera que pedir permiso con timidez para ingresar a nuestros servicios, muchas veces desplazada por la música, la alabanza y otros recursos litúrgicos de las estructuras contemporáneas del culto postmoderno en las iglesias evangélicas.
Una primera enseñanza que deberíamos recordar sobre el tema de la Palabra de Dios es que el texto bíblico es el resultado de la acción directa de Dios en la historia humana. Primero las cosas sucedieron, pasaron, formaron parte de la experiencia de fe de hombres y mujeres a lo largo de cientos de años de historia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y luego en un segundo momento, esas historias fueron puestas por escrito en diversos idiomas y en distintos momentos distintos al nuestro. La ACCIÓN de Dios antecedió, como Palabra creadora, a la producción del TEXTO, como Palabra escrita en contextos culturales determinados.
Siguiendo el orden de muchas Epístolas del Nuevo Testamento, primero viene una sección que nos cuenta acerca de los GRANDES HECHOS DE DIOS y luego se nos exhorta a un tipo de comportamiento, conducta, finalmente a una ÉTICA y una MISIÓN que se desprenden como respuesta o resultado de la previa intervención e iniciativa divina. No es el ser humano que va construyendo sus sistemas religiosos, fabricando sus dioses a su imagen y semejanza, sino es el reconocimiento de la acción de Dios en medio de la historia secular, en medio de la corte de Faraón, en las invasiones babilónicas, en el destierro, o bajo el Imperio Romano. La iniciativa de Dios se realiza en la historia secular.
El Evangelio de Juan nos habla también de la Palabra Creadora de Dios, refiriéndose a Jesucristo, el Verbo, la Palabra, el Logos de Dios. El texto nos dice que “todas las cosas por él (Jesucristo) fueron hechas y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:3) Esto es una comparación con la Palabra Creadora de Dios en el libro del Génesis, donde cada uno de los siete días de la Creación está antecedido por la frase “Y dijo Dios…” El hijo de Dios, antes de su encarnación en la persona de Jesús, estuvo en los orígenes del tiempo, junto con el Padre y en la comunión del Espíritu, diseñando las estructuras más básicas de la Creación, provocando el misterio de la vida y permitiendo que ésta fluyese en sus distintas expresiones sobre la superficie de nuestro planeta.
Pero Dios no se quedó hablándonos solamente desde la TRASCENDENCIA. El versículo que aparece en el inicio de este mensaje señala que “Aquel Verbo se hizo carne”. Dios asumió la naturaleza humana en la persona de Jesús. Con todo lo que eso significaba: Las limitaciones propias de nuestra condición, la necesidad de aprender, la obediencia, la posibilidad del sufrimiento y la muerte, entre otras cosas.
La Palabra de Dios se hizo carne. La Epístola a los Hebreos nos enseña lo siguiente: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.” (Heb. 1:1-2) Y la encarnación de Jesús implicó no sólo la muestra concreta del amor de Dios, sino el camino del rechazo de parte de la humanidad, rechazo que culminó en el crimen de su muerte en la cruz.
La Palabra de Dios, dista mucho de ser cuatro letras puestas en un papel en blanco de hace muchos años. Dios ha hablado por medio de su actividad creadora en la historia, Dios ha hablado por medio de la encarnación de su Hijo y Dios ha hablado por medio de la muerte y la resurrección de Jesús, testimonio final e imperecedero de la victoria de la Vida sobre la muerte, de la Justicia sobre la injusticia, de la Esperanza en medio de los caminos que parece que se nos cierran. Amén.
La Biblia como Palabra de Dios es categórica: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Rom. 10:17). La iniciativa de Dios es comunicarse, entrar en relación con la humanidad. La fe, en este contexto, es nuestra primera respuesta, un tanto intuitiva, un poco en proceso de formación, por medio de la cual respondemos a esa iniciativa. Y la fe se ve alimentada por escuchar (y por leer) la Palabra de Dios.
Sin embargo los evangélicos hemos presentado dos extremos en nuestra actitud hacia las Escrituras. Por un lado, algunos han desarrollado una actitud mágico-religiosa hacia el texto, como si el libro en sí mismo, el mensaje del texto letra por letra y palabra por palabra fuera el sentido de la inspiración de las Escrituras. Esto ha producido un sinnúmero de teologías y prácticas fundamentalistas que no le hacen honor al texto. Por el otro lado, otros han desistido de la centralidad de las Escrituras en su vida personal y en la liturgia dentro del culto. Es como si la Biblia hubiera perdido relevancia en la vida de la Iglesia y ésta tuviera que pedir permiso con timidez para ingresar a nuestros servicios, muchas veces desplazada por la música, la alabanza y otros recursos litúrgicos de las estructuras contemporáneas del culto postmoderno en las iglesias evangélicas.
Una primera enseñanza que deberíamos recordar sobre el tema de la Palabra de Dios es que el texto bíblico es el resultado de la acción directa de Dios en la historia humana. Primero las cosas sucedieron, pasaron, formaron parte de la experiencia de fe de hombres y mujeres a lo largo de cientos de años de historia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y luego en un segundo momento, esas historias fueron puestas por escrito en diversos idiomas y en distintos momentos distintos al nuestro. La ACCIÓN de Dios antecedió, como Palabra creadora, a la producción del TEXTO, como Palabra escrita en contextos culturales determinados.
Siguiendo el orden de muchas Epístolas del Nuevo Testamento, primero viene una sección que nos cuenta acerca de los GRANDES HECHOS DE DIOS y luego se nos exhorta a un tipo de comportamiento, conducta, finalmente a una ÉTICA y una MISIÓN que se desprenden como respuesta o resultado de la previa intervención e iniciativa divina. No es el ser humano que va construyendo sus sistemas religiosos, fabricando sus dioses a su imagen y semejanza, sino es el reconocimiento de la acción de Dios en medio de la historia secular, en medio de la corte de Faraón, en las invasiones babilónicas, en el destierro, o bajo el Imperio Romano. La iniciativa de Dios se realiza en la historia secular.
El Evangelio de Juan nos habla también de la Palabra Creadora de Dios, refiriéndose a Jesucristo, el Verbo, la Palabra, el Logos de Dios. El texto nos dice que “todas las cosas por él (Jesucristo) fueron hechas y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:3) Esto es una comparación con la Palabra Creadora de Dios en el libro del Génesis, donde cada uno de los siete días de la Creación está antecedido por la frase “Y dijo Dios…” El hijo de Dios, antes de su encarnación en la persona de Jesús, estuvo en los orígenes del tiempo, junto con el Padre y en la comunión del Espíritu, diseñando las estructuras más básicas de la Creación, provocando el misterio de la vida y permitiendo que ésta fluyese en sus distintas expresiones sobre la superficie de nuestro planeta.
Pero Dios no se quedó hablándonos solamente desde la TRASCENDENCIA. El versículo que aparece en el inicio de este mensaje señala que “Aquel Verbo se hizo carne”. Dios asumió la naturaleza humana en la persona de Jesús. Con todo lo que eso significaba: Las limitaciones propias de nuestra condición, la necesidad de aprender, la obediencia, la posibilidad del sufrimiento y la muerte, entre otras cosas.
La Palabra de Dios se hizo carne. La Epístola a los Hebreos nos enseña lo siguiente: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo.” (Heb. 1:1-2) Y la encarnación de Jesús implicó no sólo la muestra concreta del amor de Dios, sino el camino del rechazo de parte de la humanidad, rechazo que culminó en el crimen de su muerte en la cruz.
La Palabra de Dios, dista mucho de ser cuatro letras puestas en un papel en blanco de hace muchos años. Dios ha hablado por medio de su actividad creadora en la historia, Dios ha hablado por medio de la encarnación de su Hijo y Dios ha hablado por medio de la muerte y la resurrección de Jesús, testimonio final e imperecedero de la victoria de la Vida sobre la muerte, de la Justicia sobre la injusticia, de la Esperanza en medio de los caminos que parece que se nos cierran. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario