De esto no me cabe ninguna duda: "¡El problema es el pecado!" Los cristianos evangélicos por generaciones hemos afirmado con las Escrituras en la mano que el origen de las diferencias entre lo que queremos ser y lo que realmente somos es el pecado. La gran barrera que detiene e impide que este mundo disfrute de las bendiciones de las promesas de Dios a su plenitud, es el pecado. Y lo hemos llegado a decir de tal manera que las personas que nos rodean y que no son evangélicas están convencidas de la certeza de nuestro diagnóstico. Sin embargo, curiosamente, de esto no se deduce que estas mismas personas muestren arrepentimiento y cambio de vida.
Yo creo que esto es porque hemos banalizado al pecado. Le hemos hecho perder su sentido desestructurante y amenazador del propósito de Dios para su Creación y lo hemos convertido en un amago de moralismo individualista o en una caricatura de comportamientos estereotipados y selectivos contra los cuales los evangélicos nos oponemos tajantemente, especialmente en la esfera de la micro-ética.
Desde esta perspectiva no sorprende que la gente "no creyente" descubra rápidamente que hay algo que "no funciona" en la predicación evangélica. La Iglesia se preocupa por la falta de resultados, es decir la falta de conversiones, que sucede en las congregaciones locales e imaginan que la respuesta está en diseñar nuevas técnicas y estrategias de evangelización mucho más refinadas, sorprendentes y sofisticadas.
En mi opinión, de esta manera seguimos tocando sólo la superficie del problema: el problema en este caso no es el envoltorio de nuestros "métodos evangelísticos", ni tampoco lo es el que -por una cuestión de estrategia- se enfatice cada vez menos la dimensión pecaminosa de "este mundo malo" desde el púlpito cristiano. Nuestro problema es un problema de cosmovisión, de amplitud o estrechez de lo qué entendemos por pecado.
Si el pecado queda reducido a todo aquello (especialmente lo nuevo) que cuestiona y pretende alterar los moldes de nuestra cultura evangélica o a aquello que desafía a que repensemos nuestras prácticas tradicionales en materia de nuestras relaciones con el mundo, entonces, nuestra lucha contra el pecado es en realidad una lucha por la supervivencia de nuestra comunidad, de nuestros valores y de nuestros intereses. Finalmente es una lucha por la preeminencia de nuestra posición social y por la defensa de la institucionalidad de la Iglesia Evangélica, más que un celo por la gloria de Dios. ¡Y la gente nota la diferencia!
En los tiempos antiguos una forma de desmerecer la autoridad de un profeta de Dios era señalar que éste "tenía demonio" o que estaba poseido por algún espíritu inmundo. El propio Señor Jesús recibió esta acusación de parte de los fariseos. (Mt. 12:22-32) Hoy día hacemos algo similar con las ideas o las personas que nos desafían a profundizar nuestra fe, nuestro compromiso misionero o nuestro servicio al mundo. Muchas veces, estas personas son estigmatizados como los "herejes", los disidentes, los extraños, las ovejas descarriadas, aquellos que se salen de la norma y entonces hay que advertir al resto de la manada acerca de sus posibles dudosas intenciones.
Muchas veces lo que buscamos con este comportamiento "de protección de la grey"es, en última instancia, la defensa de nuestra posición en la institución, nuestro poder o quizás nuestro sueldo, y cuando esto se hace evidente entre las personas no creyentes somos calificados justamente como hipócritas. Esta hipocresía es expresión de un clima estructural de pecado alrededor nuestro que impide que las relaciones se den de manera saludable en una congregación o ministerio cristiano. Esta falta de amor es lo que detiene el avance del Evangelio, lo que mina nuestro testimonio y lo que finalmente, nos excluye de mejores resultados de transformación.
El pecado que nos asedia tiene su origen en nuestras propias ambiciones y deseos alienados de Dios, los cuales se van extendiendo como una telaraña que incluye relaciones de poder pecaminosas, sub-culturas impregnadas de pecado y sociedades que han hecho de la pecaminosidad un estilo de vida nacional. Llegamos a vivir en medio de colectividades que irrespetan la vida, que no defienden ni protegen al niño, ni al pobre ni a la viuda, participamos de culturas que proponen la evasión de la responsabilidad y la ley del mínmo esfuerzo en todas sus expresiones; todo esto, efectivamente, es una evidencia real del pecado en el mundo.
¿Podrá alguna vez el púlpito evangélico entender el pecado en todas estas dimensiones? Adicionalmnete a esto, ¿Será posible observar una iglesia que no quiera ser neutral y que tome partido al no legitimar liderazgos ni programas que estén impregnados de la ética pecaminosa y de los vicios de la cultura mundana de turno? Y finalmente, ¿Seremos suficientemente valientes los evangélicos para arrepentirnos y cambiar de actitud y conducta en nuestros propios espacios congregacionales que han estado imitando la ideología y la hipocresía del mundo?
Quiera Dios que así sea, pues entonces las personas que no son creyentes en Jesucristo creerán cuando vean menos acusaciones, menos violencia de unos contra otros en la comunidad cristiana, cuando seamos capaces de reconocer nuestras propias fallas, cuando nos mostremos menos perfectos y más humanos, porque entonces el poder de transformación de las comunidades cristianas no dependerá de nuestro esfuerzo, moralismo o persecución de los disidentes sino que será el trabajo silencioso pero efectivo de Dios, por medio de su Espíritu Santo, moldeando a su Iglesia como al barro lo hace el Alfarero.
Yo creo que esto es porque hemos banalizado al pecado. Le hemos hecho perder su sentido desestructurante y amenazador del propósito de Dios para su Creación y lo hemos convertido en un amago de moralismo individualista o en una caricatura de comportamientos estereotipados y selectivos contra los cuales los evangélicos nos oponemos tajantemente, especialmente en la esfera de la micro-ética.
Desde esta perspectiva no sorprende que la gente "no creyente" descubra rápidamente que hay algo que "no funciona" en la predicación evangélica. La Iglesia se preocupa por la falta de resultados, es decir la falta de conversiones, que sucede en las congregaciones locales e imaginan que la respuesta está en diseñar nuevas técnicas y estrategias de evangelización mucho más refinadas, sorprendentes y sofisticadas.
En mi opinión, de esta manera seguimos tocando sólo la superficie del problema: el problema en este caso no es el envoltorio de nuestros "métodos evangelísticos", ni tampoco lo es el que -por una cuestión de estrategia- se enfatice cada vez menos la dimensión pecaminosa de "este mundo malo" desde el púlpito cristiano. Nuestro problema es un problema de cosmovisión, de amplitud o estrechez de lo qué entendemos por pecado.
Si el pecado queda reducido a todo aquello (especialmente lo nuevo) que cuestiona y pretende alterar los moldes de nuestra cultura evangélica o a aquello que desafía a que repensemos nuestras prácticas tradicionales en materia de nuestras relaciones con el mundo, entonces, nuestra lucha contra el pecado es en realidad una lucha por la supervivencia de nuestra comunidad, de nuestros valores y de nuestros intereses. Finalmente es una lucha por la preeminencia de nuestra posición social y por la defensa de la institucionalidad de la Iglesia Evangélica, más que un celo por la gloria de Dios. ¡Y la gente nota la diferencia!
En los tiempos antiguos una forma de desmerecer la autoridad de un profeta de Dios era señalar que éste "tenía demonio" o que estaba poseido por algún espíritu inmundo. El propio Señor Jesús recibió esta acusación de parte de los fariseos. (Mt. 12:22-32) Hoy día hacemos algo similar con las ideas o las personas que nos desafían a profundizar nuestra fe, nuestro compromiso misionero o nuestro servicio al mundo. Muchas veces, estas personas son estigmatizados como los "herejes", los disidentes, los extraños, las ovejas descarriadas, aquellos que se salen de la norma y entonces hay que advertir al resto de la manada acerca de sus posibles dudosas intenciones.
Muchas veces lo que buscamos con este comportamiento "de protección de la grey"es, en última instancia, la defensa de nuestra posición en la institución, nuestro poder o quizás nuestro sueldo, y cuando esto se hace evidente entre las personas no creyentes somos calificados justamente como hipócritas. Esta hipocresía es expresión de un clima estructural de pecado alrededor nuestro que impide que las relaciones se den de manera saludable en una congregación o ministerio cristiano. Esta falta de amor es lo que detiene el avance del Evangelio, lo que mina nuestro testimonio y lo que finalmente, nos excluye de mejores resultados de transformación.
El pecado que nos asedia tiene su origen en nuestras propias ambiciones y deseos alienados de Dios, los cuales se van extendiendo como una telaraña que incluye relaciones de poder pecaminosas, sub-culturas impregnadas de pecado y sociedades que han hecho de la pecaminosidad un estilo de vida nacional. Llegamos a vivir en medio de colectividades que irrespetan la vida, que no defienden ni protegen al niño, ni al pobre ni a la viuda, participamos de culturas que proponen la evasión de la responsabilidad y la ley del mínmo esfuerzo en todas sus expresiones; todo esto, efectivamente, es una evidencia real del pecado en el mundo.
¿Podrá alguna vez el púlpito evangélico entender el pecado en todas estas dimensiones? Adicionalmnete a esto, ¿Será posible observar una iglesia que no quiera ser neutral y que tome partido al no legitimar liderazgos ni programas que estén impregnados de la ética pecaminosa y de los vicios de la cultura mundana de turno? Y finalmente, ¿Seremos suficientemente valientes los evangélicos para arrepentirnos y cambiar de actitud y conducta en nuestros propios espacios congregacionales que han estado imitando la ideología y la hipocresía del mundo?
Quiera Dios que así sea, pues entonces las personas que no son creyentes en Jesucristo creerán cuando vean menos acusaciones, menos violencia de unos contra otros en la comunidad cristiana, cuando seamos capaces de reconocer nuestras propias fallas, cuando nos mostremos menos perfectos y más humanos, porque entonces el poder de transformación de las comunidades cristianas no dependerá de nuestro esfuerzo, moralismo o persecución de los disidentes sino que será el trabajo silencioso pero efectivo de Dios, por medio de su Espíritu Santo, moldeando a su Iglesia como al barro lo hace el Alfarero.